jueves, 7 de enero de 2010

Rebeca

Rebeca era una niña alta, delgada, desgarbada. Tenía el pelo rubio y los ojos azules, pero nunca iba arreglada, siempre sucia y llena de remiendos. Nunca fue a la escuela y con trece años todavía no sabía leer ni escribir. Su padre había muerto tan pronto que ella no podía recordarle, y su madre..... bueno, su madre era como si no existiera. Siempre con una botella en la mano, siempre con hombres distintos, siempre ausente. Rebeca debía buscarse la vida como fuera. Trabajaba en el campo, hacía recados a los vecinos, limpiaba las casas, lo que fuera por unas monedas para comerse un triste bocadillo. Era pobre, extremadamente pobre, y la gente le tenía lástima. Le daban ropa usada y a veces le daban un baño a base de estropajo de esparto y jabón de aceite y sosa. Los chicos del pueblo se reían de ella porque no sabía nada, no conocía nada. Siempre le gastaban bromas pesadas y le pegaban, le tiraban piedras y excrementos de vaca. Ella corría y lloraba. Nunca respondía a las provocaciones, nunca levantó la mano a los otros niños aunque fueran mas pequeños que ella. Sus ojos brillaban y se cubrían de lágrimas, pero se callaba y se marchaba corriendo.




Rebeca tenía trece años y no sabía leer, y su madre estaba pero no estaba, y tenía miedo a todo y la gente se reía de ella y le pegaba. Y Rebeca se cansó de todo y se marchó del pueblo con su ropa vieja y llena de remiendos, con su cara sucia y su rubio cabello enredado y mal peinado. Empezó a recorrer caminos y caminos. Llegó a otro pueblo donde nadie la conocía y la miraban extrañados. Rebeca tenía miedo y hambre, y no sabía como conseguirse un trozo de pan, sólo miraba. Miraba a la gente que pasaba, miraba los escaparates y los puestos de los vendedores ambulantes. No se atrevía a robar porque nunca lo había necesitado, aunque la necesidad era cada vez más grande. Se sentó en una esquina y no pensó, simplemente se sentó como podría haber permanecido en pie, o haberse tumbado en el suelo. No era consciente de lo que hacía ni por qué lo hacía. Su mundo era demasiado pequeño como para analizarlo, y menos con el estómago vacío. Así, apoyada contra la pared, se fue quedando dormida. Su sueño fue el de siempre. Soñó con libros, papeles y lápices. Soñó que sabía leer y escribir, y que tenía dinero y se lavaba y se peinaba, y su ropa era hermosa y nueva. La gente la admiraba y la quería, y todos querían ser sus amigos, y su madre no bebía, y un padre sin rostro la abrazaba y la besaba sin parar.... Pero los sueños son sólo sueños y el frío y una voz autoritaria hicieron esfumarse tan hermosa vida. Un guardia la estaba echando de allí. Se levantó y corrió con sus ojos azules llenos de lágrimas. Corrió sin sentido hasta que tropezó con una piedra y se dio de bruces contra el suelo. De su nariz rota salía un hilo de sangre que ella limpió con la manga de su jersey mugriento y remendado. Un niño se le acercó entonces. No tenía más de cinco años y le dio un pañuelo. Rebeca no sabía si aceptarlo, pero al mirar aquellos ojos, por primera vez en su vida, comprendió. Cogió aquel pañuelo y limpió su sangre, y sonrió, y el niño sonrió también. Con miedo todavía, y casi temblando, devolvió al niño el pañuelo y le besó la frente. Era la primera vez que agradecía un gesto. Había aprendido a dar las gracias de golpe. Y de pronto, abrió la boca y habló al niño y le dio las gracias.



Rebeca se quedó allí hasta que pasados unos segundos, que a ella le parecieron eternos, apareció una mujer. Entonces, Rebeca quiso salir corriendo, pero la mano de aquel niño agarró la suya y la retuvo. Una fugaz mirada a los ojos del crío, y pudo ver las mismas lágrimas que llenaban sus ojos cada vez que alguien la hería. No pudo moverse de allí. Fue aquella mujer quien acarició su cabello sucio y besó su frente, tomó su mano y comenzó a andar. Rebeca simplemente caminaba a su lado sin saber ni donde iban ni qué pasaría después. Tenía miedo y dudas,. Pero por otro lado, ese niño había cambiado toda su vida de repente, y eso le hacía confiar un poco. Siguió caminando tratando de no pensar, hasta que llegaron a una casa. Era una casa enorme. Un cartel muy grande presidía la puerta de madera antigua con cerradura de hierro oxidada. Ella no sabía lo que decía el cartel, porque nunca fue a la escuela y con trece años no sabía leer ni escribir. En ese momento se dio cuenta de lo poca cosa que era, del poco valor que tenía para nadie, excepto para aquel niño y aquella mujer. La condujeron por un pasillo muy largo, y al fondo casi llegando al final del mismo, la mujer abrió una puerta. La habitación no era muy grande, pero estaba limpia y tenía mucha luz. Había cuatro camas. La mujer le indicó cual de aquellas camas era la suya. Después la condujo por el mismo pasillo a otra habitación. Era un cuarto de baño con todas las cosas que ella nunca había utilizado antes. Le quitaron las ropas mugrientas que fueron directamente a un cubo de basura. La bañaron en agua tibia, con jabón suave y esponjas, y colonia... Y la peinaron con cariño, y la vistieron con ropas austeras pero limpias y sin remiendos. Otro paseo por aquel enorme pasillo y llegó a una cocina, donde comió pan, y carne, y huevos, y pescado, y frutas... Jamás había sentido lo que estaba sintiendo en esos momentos.



En aquella enorme casa había muchos niños, más grandes y más pequeños que ella, que la miraban con curiosidad, pero que no le pegaban, ni le tiraban piedras, ni se reían de su cuerpo delgado y desgarbado. De pronto, aquellos niños empezaron a hablarle y a preguntarle cosas, y de pronto, su boca se abrió y empezó a contar fantasías, historias inventadas que jamás nadie había escuchado antes. Los niños la rodearon y le pidieron más, y más, y más... Rebeca seguía improvisando historias sobre cualquier cosa, y los niños cada vez mas absortos, le seguían pidiendo más. Rebeca empezaba a ser feliz. No sabía por qué aquellas historias brotaban de su boca tan fácilmente. Ella nunca había salido de aquel pueblo donde todo era miseria, y donde todos los niños la trataban a patadas y los mayores sólo le tenían lástima. Y aquella mujer que le había dado una vida nueva, en un rincón, miraba la escena con una sonrisa en los labios. Rebeca no lo sabía, pero tenía un don, el don que muy pocos tienen, por mucho que hayan estudiado veinte carreras y hayan gastado miles y miles de monedas en ser más cultos. Tenía el don de contar cuentos. Era una cuenta cuentos.



A partir de ahí, su vida cambió del todo. Fue a la escuela y aprendió a leer y escribir. Lo primero que quiso conocer era lo que decía aquel cartel que presidía la puerta de la que ahora era su casa y de otros muchos niños. Aquel cartel decía: “Hogar de los niños” . Y Rebeca pudo por fin comprenderlo todo. Estudió, aprendió rápido para recuperar el tiempo perdido y comenzó a escribir en papeles aquellas historias que contaba a sus “hermanos”. Creció y siguió inventando historias y escribiéndolas en un papel. Y con el tiempo aquellas historias escritas en papeles, fueron a parar a la mesa de un editor, que, cosa curiosa, según iba leyendo aquellas historias, en sus ojos iba apareciendo un brillo especial y se le fueron cubriendo de lágrimas.



Hoy, Rebeca es una de las más cotizadas escritoras de cuentos en todo el mundo. Su figura delgada y desgarbada ya no es tal. Es una hermosa mujer con la cara y la sonrisa limpias, con los ojos azules sinceros y tiernos, con los brazos siempre abiertos para recibir al que menos tiene, y sobre todo, con esa claridad de pensamiento y de obra que solo pueden tener las mejores personas. Sus libros se venden por todo el mundo, pero su vida transcurre entre las paredes de una casa enorme, con un pasillo enorme, con niños que escuchan sus historias antes de que nadie las pueda leer en un papel.


2 comentarios:

  1. ¡¡Hermoso cuento!!Muy tierno y emotivo.¡¡Escribes muy bien ,enhorabuena.Un beso

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  2. Mila, querida amiga, es que tú me ves con buenos ojos. Muchas gracias por tu opinión, aunque sea parcial, jajajaja. Te quiero. Un beso.

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