jueves, 7 de enero de 2010

El torerillo

Esta es una historia que me contaron cuando era un niño. No recuerdo muy bien si fue mi abuelo, o aquel tío viajero que sólo aparecía por casa unos pocos días al año. Tampoco recuerdo si es una historia verdadera, o si no es más que una leyenda, uno de los muchos cuentos que circulan de boca en boca cambiando con los años. Tampoco debí prestarle mucha atención, porque durante mucho tiempo la tuve olvidada en algún rincón de mi memoria, pero hace unos días, leyendo un diario, me encontré con una noticia que me hizo recordar....




El paisaje era el típico de Andalucía, en las estribaciones de una sierra que tampoco puedo recordar. Allí, en una de las muchas ganaderías de toro bravo que existen, un niño jugaba a torear. Su padre vivía y trabajaba allí y el crío sólo conocía ese mundo. Ayudaba en las tareas, dando de comer a los animales, cepillando a los caballos... pero en su corazón latía la llama de la fiesta, y tenía escondido donde nadie podía verlo, un trapo rojo lleno de lamparones y de remiendos, y un estoque de madera hecho con unas tablas sustraídas de alguna obra cercana. Cuando nadie podía verle, el chico cogía sus trastos, le cambiaba el rictus, y un halo mágico lo envolvía todo. De repente se encontraba en una plaza de albero blanco, vestido de grana y oro, y con miles de gargantas gritando y miles de manos aplaudiendo su faena. Lentamente, brotaban los naturales, los pases de pecho, las verónicas y chicuelinas, y por fin, se armaba con su espada de madera y entraba a matar, con esa decisión del que quiere llegar a triunfar por encima de todas las cosas. Pero claro, el toro era invisible, y la gente sólo estaba en sus pensamientos, y el traje grana y oro no era más que un pantalón corto heredado de un hermano mayor y una camisa de su hermana, convenientemente adecentada para que pareciera de chico. Se quedaba pensando, y alguna lágrima le recorría el rostro, pero escondía sus trastos y volvía a sus quehaceres diarios, con su ilusión intacta



Pero un día, en aquella ganadería nació un ternerillo y el muchacho se hizo su cuidador, y le dio de comer y le cuidó como a un hijo. El niño y el ternero se hicieron inseparables y era casi imposible ver a uno sin que el otro estuviera cerca. Y poco a poco comenzaron a jugar. El ternero crecía y su instinto le decía lo que tenía que hacer, y el niño, con sus trastos en las manos, comenzó a torear a su amigo. Eran juegos inocentes, pero a la vez, una preparación para el futuro. El ternero embestía como el más bravo de los toros y el chaval cada día tenía mas arte, cada día era más torero. Estaba totalmente prohibido torear a los futuros toros de lidia, pero él se escapaba por las noches a reunirse con su amigo para seguir aprendiendo y mejorando su arte. Pero un día todo se acabó, cuando su padre le descubrió toreando a su amigo, que ya lucía unos incipientes pitones, y que ya estaba decidido iba a ser uno de los toros estrella de la ganadería en unos años. Les separaron, aunque el muchacho, algo más hecho ya, decidió marcharse para intentar conseguirse un hueco en el mundo del toro.



Tras unos meses en una escuela taurina donde nada aprendía, se decidió a probar de otro modo. Se coló un par de veces de espontáneo en sendas corridas, donde pudo dar unos pases que demostraron su clase y valentía, aunque lo único que consiguió fueron unas multas y unas horas en un calabozo. Pero esto no le desanimó y siguió probando, llamando a todas las puertas, hasta que un apoderado que casualmente le había visto en una de sus corridas de espontáneo, le dio la oportunidad que estaba buscando desde hacía tanto tiempo. Aquel hombre confió en su valor como torero y le preparó una corrida. Empezaba una carrera llena de éxitos.



Empezó en plazas pequeñas, donde la gente le aplaudió a rabiar y salió a hombros varias veces. Su fama iba extendiéndose como una mancha de aceite, y las plazas de tercera se volvieron de segunda y después de primera. Los elogios de la prensa eran constantes, y los aficionados le asediaban como si fuera uno de esos famosos que inundan las paginas de la prensa del corazón. Estaba a punto de llegar su gran día.



Y el gran día llegó. El muchacho, ya casi un hombre, se encerraba sólo, con seis toros, en la plaza más importante del país. Era el momento reservado para unos pocos nada más, por lo que la responsabilidad era muy grande para aquel muchacho que había aprendido a torear con un trapo rojo lleno de lamparones y remiendos y una espada hecha de madera sustraída de alguna obra cercana a su casa. Su vestido, de grana y oro, era el más hermoso vestido que jamás se había puesto torero alguno, y en la plaza, miles de voces le jaleaban y miles de manos le aplaudían según hacía el paseíllo. Sonó el clarín, y apareció el primero de los toros, un ejemplar increíblemente grande al que el muchacho recibió con valentía. Sus pases eran los de siempre, los mismos que daba a aquel toro invisible que tantas veces toreó escondido donde nadie podía verle. Fue matando toros y recibiendo trofeos y cariño de la gente, hasta que llegó el último de la tarde. Era el más grande de los seis. Un toro negro, grande y fuerte, con una musculatura inmensa y sin un gramo de grasa. Los cuernos afilados y un brillo especial en los ojos, el que tienen los toros bravos de verdad. Y aquel toro miró al muchacho y reconoció de inmediato a su amigo de juegos. Él que había salido con toda la rabia del mundo, desconcertado ante tanto ruido y fuera de su hábitat natural, encontraba allí a su amigo, aquel con quien tantas veces jugó a ese juego de correr y pasar bajo el trapo, y volver a pasar y esperar el golpe con la espada de madera. Ese toro bravo empezó a jugar, pasando bajo aquel trapo más grande una y otra vez y viendo como su amigo una y otra vez recibía los aplausos de un público enfervorizado. Algunas cosas pasaron que el pobre animal no pudo comprender muy bien, como aquel hombre a caballo que le hizo tanto daño o aquellos otros hombres que le llamaban con unos palos en la mano, y que le clavaron impunemente. Pero el toro estaba con su amigo, y eso era lo más importante para él, con lo que siguió jugando, pasando tras su trapo rojo, esta vez sin remiendos y sin lamparones. Cuanto más tiempo pasaba, más ruido hacía toda aquella gente, más gritaba y más aplaudía... Hasta que llegó un momento en que se hizo el silencio. El animal no comprendía qué pasaba, pero pudo ver a su amigo, como sacaba de detrás del trapo rojo una espada, pero esta vez, la espada no era de madera, sino que brillaba a la luz del sol. El toro comprendió que aquello no era un juego, y que su amigo no estaba jugando con él, sino que iba a matarle. Aún así, el animal siguió haciendo lo mismo que siempre hizo cuando ambos eran terneros. Miró hacia la parte baja de aquel trapo, aquel engaño que su amigo le ofrecía mientras levantaba la espada y apuntaba a la parte más alta de su enemigo. En ese mismo instante, se cruzaron las miradas de los dos amigos, y el muchacho comprendió y reconoció a su compañero de juegos, con quien tantas veces representó las escena que ahora se convertía en realidad. En los ojos de los dos, las lágrimas empezaron a caer con suavidad, pero ya no había vuelta a atrás. El muchacho apuntó, citó al toro y se echó para adelante. Al mismo tiempo, el toro entró al engaño como nunca otro toro lo había hecho, con la nobleza del toro bravo y del amigo leal hasta la muerte. En el mismo instante en que la espada penetraba en las entrañas del animal, un sutil giro del torero le ofreció el corazón al pitón derecho, que lo partió en dos, como un cuchillo afilado parte una naranja. Los dos cayeron a la vez, cada uno por un lado y heridos de muerte. Se miraron durante los segundos en que les quedó algo de vida. El muchacho abrió su mano como queriendo llegar hasta su amigo, mientras el toro fue cerrando los ojos poco a poco hasta quedarse totalmente inmóvil. El muchacho suspiró profundamente y acabó su vida con una leve sonrisa en la boca.



Nadie pudo comprender, durante mucho tiempo, como pudo ocurrir, que un torero tan grande cometiera aquel gravísimo error. Fue enterrado con honores, y como suele ocurrir en estos casos, con el tiempo la gente se olvidó de él, hasta el punto de que nadie sabe decir el nombre del muchacho, ni tampoco si esta historia es verdad o alguien se la inventó y la contó por los pueblos.


2 comentarios:

  1. ¡¡Precioso!! Para mi es un bello canto a la libertad,

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  2. Gracias una vez más, Mila... ¡Me lo voy a empezar a creer!

    ;)

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